Un recinto donde nos paramos en el momento más (o menos) oportuno. Un lugar donde el tiempo no transcurre ni se pierde y los relojes no tienen autoridad. En la sala, un vitraux ilumina nuestras cabezas y puede perturbar como ayudar a nuestros pasos. Delante, varias puertas macizas y duras se presentan delante nuestro, mientras son iluminadas por un farol de luz azul que rompe con la densa oscuridad que gobierna en el cuarto. Y debajo de nuestros pies, azulejos fríos de color blanco y negro.
Parados en el medio de aquel antagonismo, estamos nosotros con nuestras razones, ideas, historias y heridas. Pero no se puede pecar de inmóvil o perezoso y debemos avanzar hacia alguna de las aberturas.
Una conduce a un pasado inexistente y frustrado, la nostalgia de un hecho que no pasó y el hermetismo de un dolor egoísta. Enfrente está el portón que lleva al dulce recuerdo de un placer añejo o reciente, aquel que supo distorsionar nuestra realidad una vez, tiñéndola del rosa más vivo y del sol más candente que se pudo haber sentido.
Hacia la derecha está la apertura a la peor Némesis que pueda existir, a la guerra eterna contra el espejo, el enemigo de la corona filosa, los puños cerrados, los escudos y las espadas: Nosotros mismos. Pero a la izquierda está nuestro reflejo esperándonos con una pluma, un papiro, un sombrero negro y su brazo izquierdo extendido con su mano abierta, sentado detrás de una mesa.
Delante de nosotros se alza la puerta que lleva a un campo devastado lleno de cruces de marfil y madera, cubierto por un cielo rojo ardiente y nubes grises. En ellas, nosotros somos las viudas que lloran las mujeres que vamos enterrando a lo largo de la vida, mientras un simio se nos ríe en la cara.
Y detrás, la apertura que da con un cuarto celeste lleno de cunas, llantos y músicas infantiles.
Pero no es lo peor (¿o lo mejor?) que tiene cada pórtico, porque entre cada paisaje hay otras aberturas que se conectan entre sí. La llave para una Bipolaridad Escénica de pasar, de la guerra de los mil días a una diplomacia segura, del mismo infierno hacia el purgatorio.
Infinitas puertas como combinaciones, el juego de un azar omnipresente.
De eso consiste el silencio: buscar la puerta y el motivo de su invocación.
Cuando menos lo esperamos, de un día hacia la noche repentina pasamos de ser una vigorosa reina a un sucio peón de nuestro subconciente, sobre el antagonismo de esos azulejos blancos y negros.
(Alejandro Caminos, 2010)