miércoles, 16 de febrero de 2011

El niño y el túnel

Viajaba en el asiento trasero del auto, solo, mientras adelante mi viejo manejaba en silencio y Silvina, a su derecha, se había quedado dormida debido al exceso de trabajo que tuvo a lo largo de esta semana. Eran las 0.30 y la avenida Avellaneda, con sus semáforos en verde, invitaba a aumentar más la velocidad para llegar lo antes posible a casa, a bajar la ventanilla para sentir el viento golpear el rostro y pensar.

De noche, siempre Buenos Aires (y el mundo en sí) me parecía una gran mina: la extensión de las luces, altas, que iluminan las calles, idénticos a los sistemas de alumbrado bajo tierra, en el cual las bombitas, en hilera, se ubican en el techo. Lo inhospitalario de un lugar oscuro, vacío, en el que no hay un alma que deambule por las veredas y la ausencia de las estrellas en un cielo totalmente negro, donde más allá del mismo debe haber una luz y un nuevo horizonte (¿paraíso/infierno?). ¿Será la necesidad de algo más, tal vez?

Mi primer pensamiento me llevó hacia el arduo año que me esperaba, con nueve materias en total y, como un agregado más, en período electoral. Ya me imaginaba las trasnoches, acompañadas de café, que pasaría escribiendo notas acerca de los candidatos presidenciales (sea Cristina Fernández de Kirchner, Daniel Scioli, Elisa Carrió o Eduardo Duhalde), sus propuestas y plataformas, la actualidad política del país (y posiblemente analizarla). Y eso sumado a otras actividades como la radio, la televisión, cubrir eventos, los cursos a hacer, conseguir un posible trabajo, pero luego de esa extensión de obligaciones y disgustos, al pensar en la facultad en sí, y como si fuera inevitable, no pude evitar recordarla a ella, Belén, el posible gran disgusto que este 2011 me puede llegar a dar. ¿Tan necio puedo ser al invocarla como un intento de recuerdo pasado y que iba a volver por compromiso? ¿O será tal vez que trato de probarme una y otra vez que ella no es nada más que una simple compañera?

Entonces, antes de seguir maquinándome, desvié su figura hacia Laura, la chica de la voz bella que había conocido sólo de vista en Centro (instituto donde estudio música) y con la que tuve chance de salir en una oportunidad. A menos de una semana de haber salido con ella, le mandé un mensaje de texto preguntándole si quería salir el domingo conmigo hacia el Planetario, pero no obtuve respuesta alguna y, pasada una hora y media del envío, mi cabeza volvió a empezar con sus jugarretas: ¿Habré quedado muy molesto invitándola a salir a menos de siete días de habernos ido a tomar algo y no querrá verme? ¿Se le habrá terminado el crédito y es esa la razón por la cual no tenía contestación? Las mujeres siempre fueron un dilema y muy pocas veces una solución en mi existencia.

No quise pensar más en nada (ni en lo que no es ni en lo que quiero que sea) y miré por la ventanilla baja, a la vez que el viento azotaba mis ojos. De repente un semáforo en rojo frenó la corrida del vehículo y Avellaneda se quedó totalmente quieta en la intersección con Nazca. Por las calles pasaban unos pocos autos y la estación de servicio Shell, que estaba enfrente, se mantenía despierta, pero sin actividad alguna, a la vez que sobre una pared se destacaba la pintada de “Ricardo Alfonsín 2011” como publicidad electoral (lo que volvió a activar el círculo vicioso de facultad-mujeres).

Una familia dobló por la esquina, a mi izquierda, e iban hacia quien sabe donde, sonrientes y felices. Detrás suyo los seguía un niño de apenas cinco años, vestido con una remera blanca, pantalones azules y jugaba con una espada de plástico que centelleaba luces al mismo tiempo que lanzaba sonidos varios de una batalla inexistente. Su andar era totalmente tranquilo y sus pasos, improvisados. Una criatura ingenua - pensé- carente de facultades y obligaciones, que desconoce de los problemas a causa del género femenino, sin ninguna duda existencial y que su mayor preocupación era que su espada siguiera brillando y emitiendo ruidos. Y añoré –hasta envidié por unos momentos- tener esa corta edad: sin musas ni demonios mujeriles que deambulen y penetren la mente, sin política alguna más que la misma diversión propia, sin la necesidad de creer que debe haber algo más y con el cariño constante como empalagoso de unos padres recelosos y sobreprotectores. Aquella criatura, pura, virgen y limpia se perdió en la penumbra de la noche, desconociendo la vida y el sendero por el que transita, a la vez que blandía una espada de plástico como si fuera su única razón de ser.

El semáforo dio luz verde y mi viejo no soltó el acelerador hasta llegar a la puerta de casa. Atrás quedó la pintada de Alfonsín, el celular jamás tuvo respuesta alguna y la secuencia contigua de casas y luces de este túnel llamado Buenos Aires volvió a comenzar.


(Alejandro Caminos, 2011)



Recordar es la excusa perfecta para encubrir un grave síntoma de debilidad, para apabullar los miedos constantes del ¿inminente? rechazo que podría significar el salto al precipicio. ¿Cuándo será que los mortales aprendan concretamente de sus acciones y empleen de manera correcta la experiencia y el dolor obternidos, gracias a sus falencias, para transformarlas en algo más positivo y útil para sus vidas? ¿O será que algunos viven del flagelo propio como una razón para respirar?

El terror se lo enfrenta con heridas, sangre, coraje y sin resignación. Quien no batalla, no gana y quien no llora jamás aprende a reír.

Pensar es la espada de doble filo más temida, que todo lo proyecta, lo crea, lo hunde y destruye. Será que aquella criatura "pura, virgen y limpia" aún no descubrió que poseía dicha arma dentro suyo, pero tenía el fundamento concreto de vivir en sus manos, hecha plástico y luces, blandiéndola al aire. Tal vez sea el reflejo del filo que todo cerebro esconden.

El día que estos simples humanos aprendan a pensar para proyectar y no a recordar en mal retroceso podrán tener el derecho de una ínfima chance de concreción a sus sencillas aspiraciones.


Sin Alas