jueves, 1 de septiembre de 2011

Avenida Corro

Su abuela se había ido al teatro, su madre, a trabajar y su hermana salió con unos amigos por Palermo. El único que estaba en la casa era Alejandro, quien preparaba la mochila para poder salir hacia lo de su padre. El hecho de tener que recorrer las seis cuadras que lo separaban en la caída de la noche y en pleno frío de invierno no lo seducía mucho, pero los deberes familiares son obligaciones al fin.

Su habitación era la mejor demostración de desorden y caos: en la cama desecha dormía Francisca, la gata negra que rescató del colegio cinco años atrás. En el suelo abundaban una mezcla de camperas, remeras y pantalones arrugados, entre los cuales no se sabrían diferenciar los usados de los limpios sin planchar. Sobre el escritorio, una pila de varios papeles y lapiceras cubrían casi por completo la computadora, mientras las puertas del placard de algarrobo estaban totalmente abiertas, mostrando lo único que rompía con aquel paisaje: una camisa doblada y limpia en el estante del medio.

Con la mochila ya cargada de cuadernos, libros y un buzo –lo que la hacía realmente pesada-, Alejandro apagó el monitor de la PC, se puso una campera roja, besó a Francisca en la frente, tomó sus llaves y partió con el poco ánimo que le quedaba. En cada puerta que abría y cerraba para pasar se le escapaba un suspiro de cansancio. Y salió hacia la calle Sarachaga, caminó derecho dos cuadras atrás para tomar la avenida Corro.

En las veredas húmedas por la lluvia de la tarde, había pocos autos estacionados y el container de basura estaba totalmente abierto, dejando a simple vista el rejunte de bolsas negras cargadas de basura. El sol ya se había ido hace rato y la noche comenzaba a imperar en Buenos Aires. El único ruido que se escuchaba eran los pies andantes de Alejandro sobre los charcos. Izquierda, derecha, izquierda, derecha y a cada paso sus neuronas hacían sinapsis para empezar a recordar ciertas cosas.

En la facultad, él logró aprobar las primeras dos materias cuatrimestrales, pero no de la manera en que le hubiera gustado y el orgullo herido como su temperamento se lo impedían. Siempre presionándose a sí mismo con respecto a las notas, los escritos, las relaciones sociales y todo lo que comprendiera su rutina. Todavía resuenan en él las palabras del profesor de Espectáculos, cuando sentenció que esperaba más de él, que había comenzado muy bien y después su rendimiento fue decayendo, al momento que sus dientes se apretaban uno contra otros. -Será cuestión de ajustar tuercas y aumentar la presión- se dijo así mismo.

Antes de cruzar Bacacay, Alejandro tuvo que volver en sí para dejar pasar un auto que venía a gran velocidad y de no ser por su bocina, seguramente hubiera pasado a una extensa lista de defunciones. Tomó un respiro para apaciguar un poco los latidos de su corazón y miró alrededor: las casas tranquilas y silenciadas, con sus ventanas prendidas. Y enfrente suyo, el colegio Sarmiento se erguía con sus mármoles negros, lo que la hacía un verdadero golem oscuro.

Luego del percance y de seguir camino hacia la casa de su padre, el cerebro volvió a su juego para acortar el camino de ida, mientras la luna se asomaba entre las nubes, como si quisiera jugar a las escondidas y espiara que él no la viera.

El segundo problema tenía nombre y figura de mujer, aquel género humano que siempre lo desvivió. Ella, a la que tanto le interesaba y lo movía internamente, aunque no se trataba claramente de amor. ¿Por qué tendría que aparecer otra, justo en el momento en que él había pactado consigo mismo no volver atrás? ¿Por qué cuando él dictaminó no entregarse de momento? ¿Habría motivo para este sentir? Para peor, aquella flor ya tenía dueño y él no podía hacer nada más que comerse las uñas y sentarse a esperar. Las mujeres siempre habían sido un problema como una debilidad para él.

De repente, el sonido de un estallido hizo volver a Alejandro hacia la realidad. La luz había desaparecido en toda la avenida, dejándola casi a oscuras, sino fuera por la luz de la luna que brillaba en todo su esplendor, ya sin nubes que la cubrieran. Y él se encontró quieto, en medio de la avenida, como si sus pasos lo hubieran desviado de la vereda sin que se diera cuenta. Levantó su cabeza y contempló la belleza de aquel cuerpo celeste que poco a poco se transformo en la sonrisa de aquella mujer que lo aquejaba.

De pronto, un sonido de campanadas chillonas hizo que su corazón se agitara y que la mirada se posara hacia delante y ahí se dio cuenta que estaba llegando a las vías del tren. Dos barreras se bajaron por ambos lados y una luz roja jugaba a ser un metrónomo, impidiéndole el paso a quien sabe quién o a qué en la solitaria y oscura calle. A lo lejos, la bocina del tren, que ya salía de la estación de Villa Luro, se hacía más estridente y cercana. Entonces, Alejandro se acomodó la mochila en su mano derecha, sonrió y dijo: -No tengo tiempo que perder-. Y corrió hacia las vías, en la oscuridad de la capital y a tan sólo cuatro cuadras de su casa, mientras el tren se acercaba velozmente.

No necesitó de la simulación de unos actores para entretenerlo cuando su escenario era su propio imaginario, ni de la presión de un trabajo cuando le pesaba la de sus mínimos problemas existenciales y adolescentes, ni la compañía de otro humano cuando tenía la compasión de la luz de la luna. Él estuvo ahí, yendo hacia las vías para poder cruzarlas, con su pesada mochila sobre los hombros, la adrenalina corriendo por sus venas y el tren acercándose.


(Alejandro Caminos, 2011)

Sin Alas