Uno lleva a los fríos polares de las miradas indiferentes y ambiciosas, un lugar que Dios siempre olvida visitar. El frío cala hasta los huesos para romperlos y reconstruirlos una y otra vez. Un sitio inhóspito en el cual los nuevos problemas buscan su desafío a muerte y las soluciones se arrastran, moviendo sus pañuelos blancos en señal de atención y calor. Es la tierra de la monarquía insulsa que busca a su primer rey.
El otro sendero conduce al desierto donde El Señor siempre juega con su lupa y los rayos del sol. Los médanos son tan grandes como las mismas montañas y se derrumban con facilidad si no se tiene el más mínimo cuidado. Las arenas movedizas, tramposas e impiadosas, se esconden en el panorama y absorben, tragan y escupen a quien las pise, como araña que caza con su invisible red. El problema es paisaje y la solución, agua. La búsqueda del oasis perdido y el arte de caer en los dulces espejismos decenas de veces.
Antes de dar el último paso hacia alguno de estos paisajes, la lluvia caerá y cada gota susurrará un interrogante: "¿Qué tan malo será romper las cadenas de la moral por una vez?", "¿Qué gano y qué pierdo en este mundo carente de empates?", "¿Por qué y para qué?", "¿De qué me sirve todo esto?", "¿Y sino?", "¿Deberé tomar este atajo, así sin más, por más cruz que haya?", "¿Causas y efectos?", "¿Acción y reacción?". Las preguntas son tantas y reiterativas que llegan hasta el último confín del infinito.
Dos son las caras de la moneda que ya se lanzó hace rato y que gira velozmente por los aires. Una es la opción a elegir antes de que caiga y sea demasiado tarde.
(Alejandro Caminos, 2011)
Sin Alas